domingo, 12 de abril de 2020



Juego de niños

No eran seis sino cinco los niños que esa mañana fueron al Paso de la Carreta Vieja a jugar. Siempre se dijo que eran seis, porque en la volada le añadieron al Ramoncito, el hijo de doña Vicenta, la del puesto de verduras, que llegó tarde a juntarse con sus amigos. Pero más allá de lo que digan en sus tertulias los vagos de “Las Ruinas de Atenas”, eran cinco. Yo los vi y los conté bien, y por eso lo puedo narrar con propiedad.
Solían juntarse luego de salir de la escuela, o los domingos de mañana. Algunos de ellos debían acompañar a sus padres a misa, donde se aburrían hasta la muerte, pobrecitos. Pero luego se encontraban, por lo general, en lo de los mellizos y salían corriendo cuesta abajo, al costado del molino viejo, por un sendero apenas marcado entre los pastos altos y las piedras, que les llevaba cerca de un cruce de caminos de tierra al costado de las ruinas de una casa, que antes se conocía como el Paso de la Carreta Vieja y que ahora ya no tiene nombre.
En aquellos tiempos, ese lugar era un descampado agreste, un terreno irregular, donde crecían pocos arboles y bajo las piedras vivían alimañas. Los niños iban siempre de excursión a esos parajes desolados de los arrabales de Montepelado, a veces de cacería, armados con hondas para matar pájaros, otras veces solamente para correr, saltar e inventarse historias. Ese lugar era su mundo aparte. En esos tiempos felices el fútbol todavía no había llegado tan lejos y las cosas raras como la radio o el biógrafo solo existían en la imaginación de los escritores y de los locos. La gente se juntaba en persona para charlar, para ver pasar el tiempo, recordar lo que no había sucedido jamás y para hablar mal de los vecinos. Y los niños armaban su barra que a veces llegaban a ser diez o más y jugaban.
Siempre cazaban algún ave y alguna vez pudieron dar con una liebre que luego fue a parar a la olla. Pocas veces tuvieron la oportunidad de ver algún animal de tamaño más respetable, un zorro o un gato montés.  Una sola vez, unas semanas antes, uno de ellos, el Carlitos, vio que una sombra se escurría entre las rocas grandes que estaban a varios pasos al costado del muro de la vieja casa. No llegó a ver bien qué clase de animal podría ser y nunca supo qué era esa sombra. Quizás, de haberlo sabido, la historia sería otra. O no.
Aquella mañana, el sol se adueñó del cielo luego de una noche de tormenta. Muchos pensaron que toda el agua del mundo estaba cayendo sobre sus cabezas, como en los tiempos del Evaristo. Pero temprano ya las nubes se habían ido, pequeños riachuelos corrían por el medio de las calles empedradas y algunos charcos quedaban en la plaza y junto al edificio del municipio local.
Hacía calor y un bochorno surgía de la tierra mojada. El pueblo todavía estaba tratando de sacudirse la modorra y solo unos pocos, como indicaba la costumbre, habían asistido a la misa tempranera. Los chicos se juntaron en lo del Julián, en el almacén de ramos generales que tenía su padre a tres cuadras de la plaza. Su hermana, la Melchorcita, que en esos tiempos no pasaba los seis o siete años, ya correteaba por las calles desde que aprendió a caminar y no se perdía una sola vez de ir con su hermano y sus amigos a jugar.
Los gemelos Velázquez, Marcos y Lucas, llegaron temprano. Eran casi como dos gotas de agua. A veces ni su madre podía distinguirlos. Sin embargo, eran bien distintos. Marquitos era más travieso, muy amigo de hacerle bromas a su abuelo, coleccionar ranas para quitarles las patas o ponerlas en ollas con agua hirviendo y cosas por el estilo. Lucas era más tranquilo y formal, siempre con la nariz metida en un libro, soñando despierto y con una sonrisa franca que adornaba su rostro surcado por pecas.
Carlitos fue el último en llegar. Había acompañado a sus padres a misa y por eso sus amigos debieron esperarle un rato.
-          Dice el Ramón que tiene que ir con su mamá a no sé dónde, creo que a lo de la costurera y que nos encuentra en un rato allá en la vieja casa.
-          Muy bien – dijo Julián – Entonces, ¡vamos!
Salieron corriendo los cinco entre gritos y risas. Tomaron por la calle de San Pancracio, que en esos tiempos no era más que un camino de tierra apenas apisonada que se convertía en un sendero, y en un par de cuadras ya estaban fuera del pueblo. Carlitos, como siempre, tomó la delantera. A pesar de ser casi de la misma edad que Julián y los gemelos, todos en torno a los doce, era media cabeza más alto y daba zancadas más largas que sus amigos. Siempre los dejaba atrás y llegaba primero, con la camisa por fuera de su pantalón arremangado y los pies descalzos llenos de barro.
-         ¿A qué jugamos hoy? – preguntó Melchorcita.
Carlitos había traído su honda y cerca de la vieja casa abandonada intentó bajar a un pajarito que estaba en un costado alto de la pared derruida. Siempre tenía muy buena puntería, pero esta vez la piedra voló muy alto y pasó a varios metros de su víctima. Los gemelos y Melchorcita comenzaron a jugar a la mancha, corriendo y gritando cada vez que uno lograba tocar al otro.
Julián quedó un momento apartado del resto, junto a unas piedras grandes. Había descubierto una lagartija oscura, bastante más grande que las comunes. Se agachó para poder verla mejor, pero ella se escabulló entre las piedras.
-         Jugaremos a la guerra – dijo Julián al incorporarse.
Era un juego que todos conocían. Los mayores lo jugaban a menudo. No hacía mucho tiempo que se había producido la que hasta ese momento fue la última revolución. Melchorcita ya había nacido y Julián recordaba bien a los jinetes entrando al pueblo por el camino del norte, armados con lanzas y mosquetes, vivando a la patria y a su jefe, sin que el destacamento del gobierno pudiera decir nada porque los pasaron a todos a degüello.
-         ¡Y que teníamos un prisionero! – gritó Lucas, mientras su hermano corría a buscar algunos palos y ramas para hacer las veces de fusiles.
Pronto se organizaron. Julián tomó el mando y ordenó apresar a Lucas. Carlitos y el Marcos le apuntaron con sus ramas peladas y entre risas lo llevaron junto a una pared de la vieja casa. Lucas sonreía con los brazos en alto y Melchorcita, con un ataque de hipo, se quedó junto a su hermano, mirando todo con sus enormes ojos oscuros.
-         Señor prisionero, – le dijo Julián a Lucas, imitando la voz de mando de un militar – como estamos en guerra, tenemos que fusilarlo. ¿Tiene usted algún deseo antes de morir?
-         ¡Sí! – dijo Lucas aguantando una carcajada – Quiero aprender japonés…
Todos rieron por la ocurrencia del gemelo.
Julián le ordenó a su hermana que atara las manos del prisionero.
-         ¿Con qué? – preguntó Melchorcita.
-         ¿No trajiste una cuerda? – le dijo Julián.
-         No…
-         ¿Un piolín, un cabo, lo que sea?
-         Voy a buscar algo…
-         No, yo lo haré…Ustedes no se muevan de ahí y vigilen bien a este peligroso prisionero – le dijo Julián a los guardias que escoltaban a Lucas.
Dio unos pasos bordeando la casa y entró por lo que en otros tiempos fue una puerta lateral. Adentro, algunas paredes se habían desmoronado y faltaban muchos tramos del tejado. En un rincón encontró una cuerda vieja. No vio una sombra oscura que se movió en los fondos.
-         Listo – le dijo Julián a Melchorcita, y la niña se acercó a Lucas y le ató las manos en la espalda lo mejor que pudo.
-         Ahora sí podemos fusilarte, Luquitas…
Entre risas y empujones, colocaron a Lucas contra la pared. El pelotón de fusilamiento estaba compuesto por Carlitos y Marcos, armados con sus ramas, a quienes se les sumó Melchorcita, quien no quiso ser menos y tomó un viejo palo de escoba roto que encontró tirado.
-         Soldados – dijo Julián - ¡Preparados! ¡Apunten! ¡Fuego!
-         ¡Pum! – gritaron los tres, al tiempo que Lucas se dejaba caer con teatral ademán.
-         ¡No se ha muerto! – protestó Carlitos con una carcajada.
-         Es que ustedes como pelotón de fusilamiento son horribles – contestó Julián entre risas.
Lucas se había tirado al suelo sobre un costado y se incorporó. Tenía el pelo desordenado y los ojos le lloraban de tanto reír. No percibió en qué momento Julián se puso a su lado y sacó de entre sus ropas un revólver de caño corto, que había tomado del cajón de su padre.
-         Hay que darte un tiro de gracia… - dijo con solemnidad, recordando cuando atestiguó la muerte de unos prisioneros a manos de los soldados del gobierno, unos pocos años atrás, en las afueras del pueblo.
Luego, a los años, Carlitos dijo que sintió que el tiempo se detenía y que algo no estaba nada bien. Melchorcita y Marcos lo han querido borrar de su memoria. Pero no pudieron.
Julián apuntó a la cabeza de Lucas y disparó.
En lo alto del camino, Ramoncito venía corriendo hacia el Paso de la Carreta Vieja cuando escuchó el estruendo. Se detuvo un momento sin aliento y escuchó el grito de una niña. Comenzó a correr y vio que Melchorcita, Marcos y Carlitos venían despavoridos corriendo camino arriba. Pasaron a su lado sin detenerse, pálidos y aterrorizados, como si hubieran visto un demonio.
Corrió hacia la vieja casa y se detuvo a pocos pasos de Julián. Se acercó despacio. El revólver todavía estaba en su mano derecha. Ramón pudo ver que su amigo temblaba de pies a cabeza, se había orinado en sus pantalones y que estaba pálido como un muerto. Lucas estaba a su lado, tirado en el suelo. Un charco de sangre se movía hacia un costado de su cabeza y los ojos abiertos del gemelo ya no miraban nada.
Muchos años después, Melchora se negaba a pasar cerca del lugar. La maleza y los pastos altos taparon lo poco que quedó de esa vieja casa. Carlitos se convirtió en un individuo muy silencioso, poco amigo de salir de su casa. Sus padres le enviaron a la capital a estudiar, y nunca regresó.
Julián no soportó. A los pocos años huyó de su casa y no le vieron más. Su padre, horrorizado, nunca le perdonó el haber hurgado entre sus cosas y que se llevara ese revólver, que era un regalo del caudillo del lugar. Dicen que Julián cruzó la frontera y se perdió. Yo se que no lo hizo.
Quien sí se quedó en Montepelado fue Marquitos. Alto y robusto, perdió el pelo antes que su inocencia. Nunca terminó la escuela e ingresó en un empleo público que conservó el resto de su vida. Amigo del alcohol y de las parrandas, ha terminado sus días barriendo las calles del pueblo y recordado a todos con su rostro aniñado, surcado de pecas, a su otro yo, su hermano Lucas y la fatal mañana en la cual la desgracia se hizo presente.
Sí, lo recuerdo todo. Incluso a la sombra, tan parecida a la mía si la tuviera, que esa mañana se movía con sigilo en los fondos de la casa.
Dicen hasta hoy los parroquianos de “Las ruinas de Atenas”, y también lo repiten las viejas chusmas cuando salen de misa, que esa fue obra del Diablo y que las armas las carga el Maligno.
Yo no lo sé. Solamente sé que, ante cualquier desgracia, necesitan encontrar un culpable que les redima de sus pecados. Y siempre, sin excepción, me terminan culpando a mí.

domingo, 30 de septiembre de 2018


La noche del fin del mundo

 
Cuando anunciaron el fin del mundo, un sudor frío recorrió mi espalda. Esta vez parecía ser verdad.

Me refugié en casa. Decidimos no huir y esperar lo que fuera en ese pequeño reducto que todavía era nuestro. Yo preparé una cena muy ligera, ella cerró bien las puertas y las ventanas.

Hablamos esa noche de todo, ya que luego sería imposible. En el dormitorio de arriba nos amamos, como la primera vez que siempre es como la última. Nos acurrucamos bajo la frazada a esperar, sin saber si el sueño o el caos nos alcanzaría primero. Fue el sueño, siempre es el sueño.

En la madrugada los demonios corrieron sobre la tierra. Mientras afuera se desataba la furia, en nuestro mundo reinó una extraña paz.

A la mañana siguiente, el fin del mundo había concluido. Pasó por todos lados, sembrando su caos y su destrucción. Sin embargo, quizás por un recuerdo de bondad o una simple distracción, pasó por esta casa y no tocó a nuestra puerta.

lunes, 20 de agosto de 2018


Iscariote

El sacerdote levantó la vista del antiguo pergamino que estaba revisando y cerró los ojos, murmurando una plegaria a Dios. Con lentitud, enrolló el manuscrito, lo tocó con la frente en señal de devoción y se levantó. Aunque no había llegado a los cincuenta, sentía el paso del tiempo como un lastre y sus ojos, luego de muchas noches en vela tratando de entender la voluntad de Adonai, ya no le respondían bien.
Colocó el rollo en su lugar de la estantería a un costado de la habitación, alisó con sus manos la larga túnica negra, adornada solamente con los símbolos de su rango, y humedeció los labios con un sorbo de vino. La puerta, de golpe, se abrió.
-         Disculpa que te interrumpa, Rabí, pero tienes una visita inesperada.
El sacerdote que entró en la oscura estancia era de menor edad y sus ojos claros como el agua helada delataban un espíritu fanático y burlón que impulsaba sus jornadas. La ironía era su terreno predilecto.
-         Ya no es hora de recibir a extraños… - protestó el más viejo.
-         Dame permiso para insistir. Este hombre parece venido desde los mismos infiernos…
-         Oh Annas, ¿acaso debo atemorizarme con su presencia? – preguntó el sacerdote. – Dime ya, ¿quién es?
El otro sonrió con algo de malicia, se hizo a un lado y el visitante nocturno entró.
Con pasos lentos, el recién llegado se ubicó en el medio de la habitación. Las llamas de las lámparas le iluminaban mal, pero a pesar de ello el sacerdote le reconoció. El tiempo había cambiado su fisonomía. Sus ojos, otrora centellantes, aparecían mansos, derrotados. Su cabello, encanecido con premura, caía a su espalda atado por una sucia cinta de color indefinido y la barba, larga y gris, acentuaba su imagen de abandono.
- Esta es una visita sorprendente, querido amigo – dijo el sacerdote cuando logró salir de su asombro inicial - ¿A qué debo el honor esta vez, Judas, hijo de Simón? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última oportunidad en que nos vimos? ¿Cuatro años, quizás?
- Tres…
La voz de Judas sorprendió a Caifás. Seguía siendo aguda como el silbido de la serpiente.
-         Tanto tiempo, y tan poco… Pero toma asiento, por favor. Por tu semblante y tus raídas ropas diríase que has caminado mucho para llegar hasta aquí. ¿Tienes hambre o sed?
- Agradezco tu hospitalidad, pero no voy a quitarte mucho tiempo.
Caifás avanzó hasta el centro de la habitación. A tres pasos de Iscariote le observó con detenimiento. Oh Adonai, pensó, este hombre se está consumiendo. Parece más bajo que en mis recuerdos.
-         Después de la muerte del hijo del carpintero, desapareciste. Habíamos cifrado esperanzas de que siguieras colaborando con nosotros, pero todos los esfuerzos por encontrarte fueron vanos. Creímos que habías retornado a tu pueblo de Karioth, en Judea.
-         Me fui de Jerusalén. Renté una casa rodeada por un campo yermo al sur de la ciudad, lejos de los caminos transitados.
-         Treinta siclos bien invertidos… - murmuró Caifás.
- El precio de un esclavo a cambio de un pequeño beso – deslizó Annas a su espalda.
Iscariote se estremeció al sentir esas palabras, pero logró dominarse. No deseaba que los sacerdotes se aprovecharan de su debilidad.
-         He venido a hacerte un presente, Caifás, a cambio de una respuesta. Luego de ello, me retiraré en paz.
-         Has sido bienvenido en esta morada en paz y así lo serán siempre los amigos. ¿Qué deseas saber de mí? – preguntó Caifás con dulzura.
-         Solamente una cosa: ¿valió aquello la pena?
Un instante de silencio se interpuso entre ellos. Sus miradas se sostuvieron, pero ninguno pudo adivinar los pensamientos del otro.
-         Extraña pregunta la que me formulas, Judas, hijo de Simón. Es algo que, creo, debes haber meditado más de una vez durante todo este tiempo. ¿Valió acaso la pena para ti?
-         Él era mi rabí, mi maestro. Y le entregué por el precio de un esclavo… - dijo Iscariote con un hilo de voz.
-         Sin embargo, recuerdo que esgrimiste razones poderosas cuando te presentaste en esta sala para ofrecer prenderlo – sostuvo Annas – Un revolucionario, un blasfemo, un rabí que pretendía reclamar para sí el trono de Israel. Eso sostenías. Y tenías razón en cada palabra. ¿Ya nada de eso tiene valor? ¿Qué ha cambiado con su muerte, que ahora la duda te hace temblar como una hoja en otoño?
-         ¡No tiemblo por ello! – dijo Iscariote con vehemencia – Solo sé que fui engañado por Adonai.
Con un gesto, Caifás impidió que Annas contestara la blasfemia. Los años le habían enseñado el valor de la tolerancia.
- Adonai no engaña, mi amigo. ¿Crees acaso que tú fuiste el instrumento exclusivo de su voluntad? De alguna forma, todos lo somos, ya que todos somos sus hijos. Somos su pueblo elegido. ¿Por qué razón estás convencido de haber sido engañado?
Iscariote sabía que sus lágrimas se habían secado hacía mucho tiempo.
-         Mi maestro abandonó su comunidad en el desierto para convertirse en conductor de su pueblo – contestó – Buscaba su libertad. Quería restablecer el orden de Dios en esta tierra. Su tierra. Le conocí predicando en los caminos y creí, no sé bien cómo, que él era el mesías de la Casa de David anunciado por los profetas, el elegido de Dios para liberarnos de la tiranía de Roma. Pensé que enardecería el alma del pueblo en contra de los extranjeros, que tomaríamos las armas, que se haría valer y asumiría el papel de Rey y Sacerdote, tal y como enseñan nuestras tradiciones… Sin embargo, de sus palabras surgían otras razones. Su idea de luchar contra el enemigo no era convencional. Creía que les podíamos ganar, no con la guerra, sino con la paz. ¿Puedes imaginar eso, Caifás? Mi incertidumbre era absoluta. ¿Cómo era posible comenzar una guerra amando a tu enemigo? Era inconcebible… Con el tiempo comencé a sospechar que yo era un revolucionario que se equivocó de revolución.
 
- Yo le recuerdo en el patio de nuestro Templo, abofeteando a los comerciantes y destruyendo sus pertenecías… Parecería ser que sus seguidores no comulgaban mucho con tus ideas, Judas – intervino Annas, mientras Caifás bebía un sorbo de vino.
 
- De hecho – dijo Caifás con un tono tranquilo - apenas su cuerpo se enfrió en la tumba que nuestro colega de Arimatea le cedió, sus acólitos se dispersaron y no hemos vuelto a saber de ellos, por suerte… Soy curioso, Judas. Yo puedo entender que un rabí harapiento, surgido de esas cuevas de serpientes del desierto, pudiera ser peligroso en potencia para los intereses que tratamos de preservar en Jerusalén. Los equilibrios que debemos mantener siempre se pueden vulnerar cuando un loco pasea por las calles enardeciendo el ánimo de la gente. También era peligroso para Roma, en una extraña coincidencia que nos unió… Por eso le ejecutaron. Pero ¿era acaso peligroso para ti? ¿En qué momento te decepcionó tanto como para traicionarle?
- Yo no le traicioné – sostuvo Iscariote casi en un susurro.
- Ah, ¿no? – contestó Annas, sonriendo con maldad - ¿Y cómo llamas acaso el vender su libertad y poner la vida de ese miserable en manos de los salvajes sanguinarios que nos gobiernan?
- No hice nada que no contara con su aprobación…
- ¿Cómo? – exclamó Annas con vehemencia, sin poder aceptar lo que estaba escuchando – ¿Acaso el pobre loco quería morir como mártir? ¿En nombre de quiénes? ¿De nosotros? ¿De ti, Judas? Es inaceptable… ¿Tanto desprecio tenía por su vida?
-  El maestro no deseaba morir como mártir, sino que esperaba una señal de Dios.
- Una señal de Dios… ¿El hijo del carpintero quería que los cielos se abrieran y Dios apareciera en persona? ¡Es una locura! ¿Una señal para qué cosa? – preguntó Annas, apenas conteniendo la indignación.
Judas cerró los ojos un momento y meneó la cabeza.
-         Tan ciegos son… ¿Acaso no lo ven? Su plan era sencillo y su fe en Dios inquebrantable. Se haría prender por los romanos y a una señal de Dios, el pueblo se rebelaría contra los tiranos y contra quienes les ayudaban… Sí, contra ustedes mismos. Esa noche habló conmigo, lejos de los demás. Dios le había manifestado su voluntad, me dijo. Yo debía venir a tu presencia, Caifás, y ofrecer prenderle. Luego, Dios haría lo suyo. Hasta el último momento esperó ese signo que anunciara el comienzo del fin de la dominación de Roma. ¿No le escucharon al final implorar por Dios? Pero Dios no apareció…
Un escalofrío recorrió la espalda de Iscariote al recordar a su maestro, colgado de un madero, cubierto de sangre, sudor y barro luego de recibir un castigo inhumano. Ya casi sin aliento, con las muñecas y los pies atravesados con clavos y apenas pudiendo respirar, buscó con la mirada extraviada a su esquivo dios. Pero nadie había ahí. En ese instante supo que todo había sido en vano. El martirio y el sacrificio no levantaron al pueblo contra los asesinos invasores, el cielo no se abrió y la ira de Dios no cayó sobre las cabezas de sus enemigos. Su dios, al que amaba tanto como a un padre, le había abandonado a su suerte en esa cruz sin hacer algo para impedir su muerte.
-         Era mi amigo - dijo Iscariote en susurros - Con ninguno de los otros hablaba de estas cosas, salvo conmigo... Los otros me odiaban por extranjero, por no haber nacido en Galilea, porque el rabí me confiara el bolso de la comunidad. Yo era el encargado de las beneficencias. A ellos les contentaba con parábolas, con enseñanzas sencillas y sin vuelo. A ninguno le confiaba sus deseos, sus miedos, sus ambiciones, salvo a la de Magdala y a mi… Ninguno de ellos estaba preparado para la lucha. Ninguno entendió cuál era su misión. Le seguían con la mansedumbre de un cordero, guiados por un pastor de otro mundo.
- Tus quejas ya son vanas e inútiles, Judas, hijo de Simón – dijo Annas – Ninguna de esas lamentaciones, por más sinceras que sean, va a hacer posible que ese pobre diablo se levante de su tumba. ¿Quién era él para designarse a sí mismo como representante de Dios? ¿No lo somos todos acaso? ¿De dónde sacó tanta soberbia? ¡Qué extrañas y peligrosas ideas conciben esos locos del desierto!
- Hoy me preguntaste si todo ese sacrificio había valido la pena. Tú ya sabes la respuesta. Siempre la has sabido. La sangre derramada por un solo hombre no vale tanto como la vida de un pueblo entero – Caifás parecía cansado. Miró a Iscariote con benevolencia y cierta ternura paternal. Le tomó por los hombros y le abrazó. Annas supo que ese era un gesto que él jamás hubiera concedido.
- Nada debes temer, mi amigo. Lo que hiciste, ya fuera por mandato de un loco o del mismo Adonai, bien hecho está y nada lo puede remediar. ¿Hay algo más que desees saber o que pueda hacer por ti?
Iscariote permaneció unos instantes en silencio. Su mirada vagó por la habitación, los rollos de la Ley, las lámparas que a esa hora hacían proyectar las sombras de los hombres sobre las paredes desnudas. Nada había cambiado desde aquella tarde cuando se presentó ante el sumo sacerdote. Sin embargo, todo era ahora distinto.
Las palabras de Caifás eran sinceras. Las razones de los hombres siempre se pueden escrutar. En cambio, Adonai, desde los tiempos pretéritos de los profetas, jamás se había dignado en comparecer ante su pueblo para explicar sus erráticos procederes. Una sonrisa más parecida a una mueca de dolor le adornó el rostro.
- Has sido honesto conmigo, Caifás, y te lo agradezco. Este presente es tuyo.
De entre sus ropas extrajo una bolsita de cuero y la extendió hacia el sacerdote. Caifás la tomó con curiosidad y la abrió. Al hacerlo, sintió como si ese saquito se hubiese convertido en una braza ardiente y le quemara la mano. Dio un grito ahogado y lo dejó caer al piso de piedra. Las monedas de plata rodaron hasta los pies de Annas.
-         Mis manos no están manchadas con la sangre de un inocente. Pero las de tu dios sí lo están. Que tengas una larga vida, amigo Caifás.
La oscuridad de la noche se tragó la triste figura de Judas hijo de Simón, conocido como el Iscariote. Pocas personas supieron de él desde entonces. Vivió una larga vida, aunque alguno jure que vio su cuerpo colgado de un árbol junto al acantilado.
 


domingo, 25 de febrero de 2018



 

Todo comenzó durante el invierno, que ese año fue largo y frío. Sucesos que pasaron desapercibidos, cambios que nadie notó y que no fueron registrados, pequeñas alteraciones del orden natural de las cosas que solo cuando comenzaron a ser algo más intensas, llamaron la atención de pocos.

En la pequeña morgue contigua al cementerio de un pueblo cercano a la capital, el médico notó algo extraño. En la única mesa del lugar yacía el cuerpo de un anciano, cubierto por una sábana. Un brazo se había escapado y quedó estirado a un costado, con la palma de la mano hacia arriba, como pidiendo una limosna.

Varios días después, en la cámara de frío de la morgue de la capital, un ruido llamó la atención del guardia nocturno. Al entrar, encendió la luz y pudo ver que una de las puertas de la heladera donde se conservan los cuerpos estaba abierta y la camilla con el cuerpo afuera, en medio de la sala. Los brazos del cadáver colgaban a los costados. El guardia fue a buscar a su compañero y cuando volvieron, encontraron la heladera abierta pero los brazos del cadáver descansaban sobre su vientre.

Dos días más tarde, el Dr. López se preparaba para realizar una autopsia al cuerpo de una mujer que se había suicidado dos días antes con una sobredosis de pastillas. Estaba solo esa mañana y encendió la radio para escuchar unos tangos. La música le relajaba. Se acercó al cuerpo gris y rígido de la mujer y algo le llamó la atención que le produjo un escalofrío de espanto: las manos de la mujer estaban aferradas a los costados de la mesa de acero. Estaba acostumbrado a que los cuerpos de los muertos se movieran un poco, en especial cuando comenzaban a perder el rigor mortis, los ojos que se abren, un brazo que cae al costado, alguna ventosidad que se escapa, la mandíbula que se zafa de golpe y el cadáver queda como buscando una bocanada de aire. Pero dos manos que se aferran a la mesa era algo para lo que el Dr. López no estaba preparado.

Esa noche, un señor de avanzada edad falleció en el hospital público. No tenía familiares. A nadie se le avisó. Un par de horas después, un enfermero lo trasladó en una camilla al depósito. Tomaron el ascensor y al llegar al sótano, un desperfecto impidió que la puerta del ascensor se abriera lo suficiente como para que la camilla pasara. El enfermero la dejó ahí y fue a buscar ayuda. Cuando regresó al ascensor, sin haber podido encontrar a alguien del servicio de mantenimiento, las piernas del cadáver colgaban del costado de la camilla y su mano izquierda agarraba con fuerza la sábana que le cubría.

No fue sino hasta pocos días después cuando los eventos – así los llamó el inspector Pintos en un informe verbal al Jefe de Policía – comenzaron a ser investigados a raíz de los sucesos en el velatorio del padre de un ministro del gobierno. El hombre, ya muy veterano, encontró la muerte sentado en su sofá preferido, mirando un programa de televisión mientras sus nietos jugaban a su lado. Nadie se dio cuenta hasta un par de horas después. Durante la noche del velatorio, cuando casi todos se habían ido a sus casas, una sobrina suya se acercó al cajón. Luego dijo que un ruido, como un roce de telas y un forcejeo, le había llamado la atención y decidió ver si todo estaba bien. Lo que encontró le produjo un desmayo precedido por un grito desgarrador: su tío tenía la boca abierta, los ojos contraídos con fuerza y las manos estaban aferradas a los costados del ataúd.

-         Esto que está sucediendo es muy extraño… - le dijo en forma confidencial el Jefe de Policía al inspector Pintos – No tengo que decirle a usted que se debe manejar con el mayor de los sigilos, ¿me entiende bien? No queremos para nada que la gente se ande enterando que los fiambres se mueven solos. Van a pensar que del otro lado ya no los quieren y se están regresando…

La llamada despertó a Pintos cerca de la una de la madrugada.

-         Nuestro amigo ha despertado.

Desde la muerte de su esposa, el inspector dormía poco. Habían estado juntos por más de treinta y cinco años. Una mañana, ella decidió morir. Los hijos ya eran grandes y se valían por sí mismos. En su pequeño apartamento, Pintos todavía sentía la presencia de Sonia, el sonido de sus pasos sobre el piso de madera, su aroma cuando abría el ropero o cuando se daba vuelta en la cama. Más de una vez, la madrugada le había encontrado sentado en el sofá, con la luz apagada y mirando un punto fijo, recordando otros tiempos. Sonia, de haber vivido más, se hubiera refugiado en la religión. Pintos se sintió tentado, pero nunca había creído mucho ni en un ser supremo ni en la vida después de la muerte. Sin embargo, la muerte de Sonia y su destino le hizo crecer una duda que le estaba carcomiendo el alma.

La llamada le puso en alerta. Se levantó con sigilo, se vistió y salió a la noche helada. Manejó casi de memoria por calles vacías hasta el hospital público, ese inmenso edificio al costado del parque. El estacionamiento estaba vacío. Ni siquiera estaban los vagabundos y los borrachos que pasaban la noche a la intemperie, cerca de la puerta de emergencias.

-         Esto es increíble… te digo más: ¡es imposible! En todos mis años de maldito matasanos nunca había visto algo así, Cacho. ¡Te lo juro por lo más sagrado!

El Dr. Silva, médico de turno y amigo del inspector Pintos desde la adolescencia, le estaba esperando al otro lado de la puerta. Ambos caminaron en silencio por pasillos oscuros. Tomaron un ascensor que los llevó al piso diez. Silva relató, casi en un murmullo, como para que nadie salvo ellos lo supieran, que el tipo había despertado del coma y parecía tener plena conciencia de todo lo que le rodeaba. Su cuerpo casi no funcionaba, sus tejidos estaban en estado de necrosis. Sin embargo, era un hecho irrefutable que estaba vivo.

Al llegar a la habitación al final del pasillo, los guardias que dormitaban sentados se pusieron de pie. Silva tomó a Pintos del brazo con fuerza y le habló al oído con un inconfundible tono de terror.

-         Yo mismo firmé el certificado, pero eso fue hace tres años. ¿Te das cuenta del disparate? ¡Tres años! Lo que sea que hay ahí en esa cama, no es de este mundo…

Cuatro días antes, la policía había sido alertada de un hecho trágico. Un hombre había saltado desde un balcón en un decimotercer piso. Aterrizó junto a un auto que estaba estacionado frente a la puerta del edificio. No había casi nadie circulando a esa hora por la vereda, salvo una pareja de adolescentes sentados en un banco de la placita que interrumpieron sus manoseos para atestiguar la caída y su fatal resultado.

El comisario Medina, encargado de las pericias, llamó a Pintos y le pidió que se hiciera presente. Cuando el inspector llegó, la zona estaba acordonada con cintas amarillas, los patrulleros con sus luces encendidas anunciaban a la distancia su presencia y dos ambulancias ya habían llegado al lugar. El cuerpo estaba cubierto con una sábana. Una oscura mancha de sangre y sesos a varios metros a la redonda indicaban que su cráneo estalló como una sandía al chocar con la vereda.

-         ¿Por qué me ha llamado, Medina? Esta no es mi jurisdicción…

-         Me han dicho que usted está investigando una serie de cosas… poco normales. ¿Sigue en eso o ya cerró el caso? – contestó Medina por lo bajo.

-         Sigo. ¿Qué tiene que ver eso con todo esto?

-         Venga conmigo. Creo que le puede interesar…

Subieron al apartamento del muerto. No era muy grande, dos dormitorios, uno de ellos convertido en estudio, una sala pequeña con una mesa para dos y un par de sillones, una alfombra mullida y una cocina donde no entraban dos personas normales. Sin embargo, el balcón, por capricho del arquitecto, tenía casi la superficie del apartamento.

En el dormitorio, los médicos estaban atendiendo a una mujer. Estaba en visible estado de shock. Temblaba y miraba a su alrededor con ojos desorbitados, como si hubiera pasado la experiencia más traumática de su vida. La estaban sedando.

-         No es la esposa – explicó Medina, cada vez más pálido.

Salieron a la terraza. Una brisa helada les obligó a cerrar sus abrigos. Caminaron hasta la baranda de metal. Pintos pudo ver un trozo de tela adherido a una punta que sobresalía. Imaginó que el pantalón del muerto se habría enganchado al momento del salto, desgarrándolo.

-         ¿Un suicidio? ¿O la mujer tuvo algo que ver en esto?

En eso, se dio cuenta que, del otro lado de la terraza, los servicios de emergencia estaban trabajando. Los dos apartamentos vecinos compartían la terraza, separados por macetones de concreto con plantas secas. Recostado contra uno de ellos, una persona estaba recibiendo asistencia médica.

-         La señora nos dijo que alguien tocó a la puerta. Ella abrió y estaba ese tipo de allá – dijo Medina, señalándolo con un movimiento de la cabeza – Entró en el apartamento empujándola y se detuvo frente al que saltó. No hizo nada más, según ella, pero fue suficiente como para que el otro entrara en pánico, saliera corriendo hacia aquí y saltara al vacío.

-         Medina, vuelvo a preguntarle: ¿qué hago yo aquí?

El comisario carraspeó y encendió un cigarrillo. Miró de costado para asegurarse que nadie les estaba escuchando.

-         La tipa esta le conocía. Nos brindó su nombre: Arturo Sosa Guzmán.

-         No entiendo a qué…

-         Investigué en el archivo. El dato que ella nos dio es correcto… - contestó Medina, acercándole una pequeña laptop. La foto de un hombre de mediana edad le miró desde la pantalla – Coincide con la descripción y con la foto. Ese tipo que está ahí es Sosa Guzmán. Pero si se fija bien en el informe del archivo, hay algo que no tiene lógica. Y por eso le he pedido que venga.

Los médicos pusieron al hombre en una camilla. Su rostro estaba cubierto con una mascarilla de oxígeno y el cuello protegido con una prótesis. Pintos le miró de reojo, sin saber qué hacer. Algo estaba muy mal en todo eso y tanto el inspector como el comisario Medina sintieron que habían pasado una frontera sin retorno. El hombre que llevaban en la camilla había muerto hacía tres años.

Al entrar el inspector en la habitación del hospital, sintió un leve aroma a carne en estado de descomposición, ese olor nauseabundo que la muerte siempre trae consigo. Pintos lo conocía bien, pero no por eso dejaba de darle una sensación de asco, como un golpe bien dado en la boca del estómago.

La habitación estaba en penumbras. La cama más próxima al baño estaba vacía. La otra estaba iluminada con una luz indirecta colocada detrás de un panel en la cabecera. Un tubo de oxígeno y un gancho donde colgaba un suero ya vacío eran los únicos indicios de ayuda médica que el Dr. Silva había improvisado.

El hombre yacía en la cama. La escasa luz no permitía ver muy bien sus rasgos. El cabello, oscuro y pegado al cráneo, se había caído en varios lados, dejando al descubierto la piel gris, agrietada, muerta. El cuerpo, reducido a poco más que un esqueleto con algo de carne y pellejo, estaba tapado con una manta.

Pintos arrastró una silla y la colocó cerca de la cama. Sentía una extraña mezcla de asco y miedo, un terror que jamás había experimentado. Supo, por un leve movimiento de la cabeza, que el otro estaba despierto y que le estaba observando. Tomó asiento sin saber qué hacer.

-         No encienda la luz… Me molesta mucho – dijo el muerto.

-         No lo haré – contestó Pintos.

La voz del muerto surgió como el graznido de un ave. Su respiración era normal, calmada, pero dejaba escapar un silbido entre los dientes. Pintos dejó pasar uno o dos minutos en silencio. No sabía qué decir. Quería interrogarle, quizás hacerle miles de preguntas, pero no sabía por dónde comenzar.

-         Tengo sed… - murmuró el muerto.

Pintos vio sobre la mesa contigua a la cama un vaso con un sorbete. Se levantó, lo llenó con agua fresca de una jarra y lo acercó al otro. El muerto movió su mano, colocó el sorbete en su boca y succionó unos tragos de agua.

-         Gracias… - dijo al terminar.

-         Soy el inspector Pintos, de la Policía Metropolitana – se presentó Pintos, con voz grave y poco amigable.

-         Usted ya debe saber, a esta altura, quién soy yo…

-         Sí, lo sé – contestó Pintos – Usted es Arturo Sosa Guzmán.

Pintos vio que el otro movió ligeramente la cabeza en su dirección. Quizás estaba poniendo atención o un resorte de su ánimo saltó al escuchar su nombre. O tal vez solo se hubiera quedado dormido.

-         Usted irrumpió en la morada de Ricardo Orttini, hace cuatro noches. Por alguna razón, Orttini se asustó y saltó por la baranda al vacío, lo que le causó una muerte instantánea.

-         No tan instantánea, inspector – dijo el otro desde la penumbra – Esos segundos de caída libre son un paseo por el infierno…

Pintos sintió un silbido especial que se escapaba de su garganta. Podría haberlo confundido con una risa seca pero genuina. Al fin de cuentas, no estaba dormido.

-         He pasado estos días corroborando su identidad, Sosa – continuó en inspector - Sus huellas digitales casi han desaparecido, pero su dentadura coincide con los registros. Obtuve del juez una orden para revisar su tumba. La loza del panteón estaba corrida y su cajón roto. De adentro hacia afuera… ¡Esto es de locos! ¿Por qué? – preguntó el inspector. Su voz había cambiado, por más que intentó dominarse. - ¿Por qué? ¿Cómo es posible? Esto no tiene ningún sentido. Yo no sé qué más decir…

-         El por qué es fácil de deducir, inspector… - dijo el muerto.

-         Le escucho.

-         Morí en la cárcel. Fui ahí gracias a mi amigo Orttini. Ocupé su lugar sin siquiera saber lo que hacía. No soy un hombre de negocios, no los entiendo. Pero di la cara por mi amigo, mi hermano. Y el tipo no respondió – se interrumpió con una leve tos y volvió a tomar unos sorbos de agua - Se suponía que quedaría pocos días indagado, hasta aclarar las cosas, un lio de plata del cual yo no tenía ni idea. Firmé papeles… Se transformó en cinco años de prisión. De la noche a la mañana me metieron de cabeza en el infierno. Todos metidos en una jaula, unos arriba de los otros. No le tengo que dar detalles, usted debe conocerlos bien. No se duerme, no se come. Te torturan, te violan, te matan. Te vuelves loco de rabia y de odio. No estaba preparado para nada de eso. Nadie lo está. Imaginas todas las cosas que harás cuando te larguen. Yo solamente quería matar a Orttini. Pero no me dieron la oportunidad. Me apuñalaron en el patio.

-         Y decidió volver para vengarse - dijo Pintos.

-         Sí…

-         Como si fuera lo más fácil de hacer…

-         No fue fácil. De hecho, fue extremadamente complicado, inspector.

-         ¿Cómo? Lo que usted hizo es imposible. Va en contra de todas las leyes de la naturaleza. No hay forma de que usted esté aquí. ¡Usted murió, Sosa!

-         Las leyes están para violarlas, inspector. Usted es policía, lo sabe mejor que yo. Las de la naturaleza son más complicadas de violar, pero siempre hay una forma… cuando usted tiene mucha fuerza de voluntad y algo que la alimente. Hay mucha gente que cree que el amor puede hacer que los muertos se levanten. Le aseguro que el odio también es una buena fuente de inspiración.

Quedaron unos minutos en silencio, solo interrumpido por la tos seca de Sosa. Pintos no se atrevió a preguntarle cómo había hecho, si había tenido ayuda de alguien o de algo para poder regresar a su cuerpo, infundir vida en lo que quedaba de sus huesos y salir a consumar su venganza. Había algo que le estaba dando vueltas en la cabeza desde hacía cuatro días que le preocupaba incluso más que tener que interrogar a alguien que llevaba tres años muerto.

-         No se preocupe más por mí, inspector. Mi tiempo está acabando.

-         Todos esos eventos de estos días, esos muertos que quisieron levantarse, usted…

Sintió algo parecido a una risa desde la penumbra.

-         Eventos… suena bien. No se van a repetir. Pertenecen a la etapa de ensayo y error, por decirlo de alguna manera.

-         Perdí a mi esposa hace un año – dijo Pintos, sin preámbulos – Le diagnosticaron un cáncer intratable. No quiso pelear y decidió suicidarse, una mañana luego del desayuno. Ella era muy creyente, yo no mucho. Pero desde su muerte siento que ella está en algún lado, no lo sé… quizás purgando su culpa por el suicidio. Yo…

Pintos se dio cuenta que el muerto se había incorporado un poco y que sus ojos le estaban mirando fijamente, como si le taladraran.

-         Usted quiere saber qué hay del otro lado, ¿verdad, inspector?

-         Quiero saber si Sonia está bien…

-         Acerque su silla – murmuró Sosa casi sin fuerzas – Yo le voy a contar qué hay del otro lado.

El Dr. Silva vio cuando su amigo salió de la habitación. Pintos no prestó atención a los guardias que custodiaban la puerta y avanzó por el pasillo con pasos cansinos, como si su cuerpo soportara todo el peso del mundo. Se detuvo debajo de una luz. Silva le interrogó con un gesto. Pintos tenía la mirada extraviada, no parpadeaba. El médico no se dio cuenta, hasta que ya era tarde, que su amigo tenía el arma en su mano. Todo sucedió en pocos segundos. El disparo dentro de su boca fue fatal. La parte posterior de su cráneo estalló. El inspector cayó al suelo con los ojos abiertos. Parecía estar mirando un aterrador paisaje de otro mundo.