domingo, 25 de febrero de 2018



 

Todo comenzó durante el invierno, que ese año fue largo y frío. Sucesos que pasaron desapercibidos, cambios que nadie notó y que no fueron registrados, pequeñas alteraciones del orden natural de las cosas que solo cuando comenzaron a ser algo más intensas, llamaron la atención de pocos.

En la pequeña morgue contigua al cementerio de un pueblo cercano a la capital, el médico notó algo extraño. En la única mesa del lugar yacía el cuerpo de un anciano, cubierto por una sábana. Un brazo se había escapado y quedó estirado a un costado, con la palma de la mano hacia arriba, como pidiendo una limosna.

Varios días después, en la cámara de frío de la morgue de la capital, un ruido llamó la atención del guardia nocturno. Al entrar, encendió la luz y pudo ver que una de las puertas de la heladera donde se conservan los cuerpos estaba abierta y la camilla con el cuerpo afuera, en medio de la sala. Los brazos del cadáver colgaban a los costados. El guardia fue a buscar a su compañero y cuando volvieron, encontraron la heladera abierta pero los brazos del cadáver descansaban sobre su vientre.

Dos días más tarde, el Dr. López se preparaba para realizar una autopsia al cuerpo de una mujer que se había suicidado dos días antes con una sobredosis de pastillas. Estaba solo esa mañana y encendió la radio para escuchar unos tangos. La música le relajaba. Se acercó al cuerpo gris y rígido de la mujer y algo le llamó la atención que le produjo un escalofrío de espanto: las manos de la mujer estaban aferradas a los costados de la mesa de acero. Estaba acostumbrado a que los cuerpos de los muertos se movieran un poco, en especial cuando comenzaban a perder el rigor mortis, los ojos que se abren, un brazo que cae al costado, alguna ventosidad que se escapa, la mandíbula que se zafa de golpe y el cadáver queda como buscando una bocanada de aire. Pero dos manos que se aferran a la mesa era algo para lo que el Dr. López no estaba preparado.

Esa noche, un señor de avanzada edad falleció en el hospital público. No tenía familiares. A nadie se le avisó. Un par de horas después, un enfermero lo trasladó en una camilla al depósito. Tomaron el ascensor y al llegar al sótano, un desperfecto impidió que la puerta del ascensor se abriera lo suficiente como para que la camilla pasara. El enfermero la dejó ahí y fue a buscar ayuda. Cuando regresó al ascensor, sin haber podido encontrar a alguien del servicio de mantenimiento, las piernas del cadáver colgaban del costado de la camilla y su mano izquierda agarraba con fuerza la sábana que le cubría.

No fue sino hasta pocos días después cuando los eventos – así los llamó el inspector Pintos en un informe verbal al Jefe de Policía – comenzaron a ser investigados a raíz de los sucesos en el velatorio del padre de un ministro del gobierno. El hombre, ya muy veterano, encontró la muerte sentado en su sofá preferido, mirando un programa de televisión mientras sus nietos jugaban a su lado. Nadie se dio cuenta hasta un par de horas después. Durante la noche del velatorio, cuando casi todos se habían ido a sus casas, una sobrina suya se acercó al cajón. Luego dijo que un ruido, como un roce de telas y un forcejeo, le había llamado la atención y decidió ver si todo estaba bien. Lo que encontró le produjo un desmayo precedido por un grito desgarrador: su tío tenía la boca abierta, los ojos contraídos con fuerza y las manos estaban aferradas a los costados del ataúd.

-         Esto que está sucediendo es muy extraño… - le dijo en forma confidencial el Jefe de Policía al inspector Pintos – No tengo que decirle a usted que se debe manejar con el mayor de los sigilos, ¿me entiende bien? No queremos para nada que la gente se ande enterando que los fiambres se mueven solos. Van a pensar que del otro lado ya no los quieren y se están regresando…

La llamada despertó a Pintos cerca de la una de la madrugada.

-         Nuestro amigo ha despertado.

Desde la muerte de su esposa, el inspector dormía poco. Habían estado juntos por más de treinta y cinco años. Una mañana, ella decidió morir. Los hijos ya eran grandes y se valían por sí mismos. En su pequeño apartamento, Pintos todavía sentía la presencia de Sonia, el sonido de sus pasos sobre el piso de madera, su aroma cuando abría el ropero o cuando se daba vuelta en la cama. Más de una vez, la madrugada le había encontrado sentado en el sofá, con la luz apagada y mirando un punto fijo, recordando otros tiempos. Sonia, de haber vivido más, se hubiera refugiado en la religión. Pintos se sintió tentado, pero nunca había creído mucho ni en un ser supremo ni en la vida después de la muerte. Sin embargo, la muerte de Sonia y su destino le hizo crecer una duda que le estaba carcomiendo el alma.

La llamada le puso en alerta. Se levantó con sigilo, se vistió y salió a la noche helada. Manejó casi de memoria por calles vacías hasta el hospital público, ese inmenso edificio al costado del parque. El estacionamiento estaba vacío. Ni siquiera estaban los vagabundos y los borrachos que pasaban la noche a la intemperie, cerca de la puerta de emergencias.

-         Esto es increíble… te digo más: ¡es imposible! En todos mis años de maldito matasanos nunca había visto algo así, Cacho. ¡Te lo juro por lo más sagrado!

El Dr. Silva, médico de turno y amigo del inspector Pintos desde la adolescencia, le estaba esperando al otro lado de la puerta. Ambos caminaron en silencio por pasillos oscuros. Tomaron un ascensor que los llevó al piso diez. Silva relató, casi en un murmullo, como para que nadie salvo ellos lo supieran, que el tipo había despertado del coma y parecía tener plena conciencia de todo lo que le rodeaba. Su cuerpo casi no funcionaba, sus tejidos estaban en estado de necrosis. Sin embargo, era un hecho irrefutable que estaba vivo.

Al llegar a la habitación al final del pasillo, los guardias que dormitaban sentados se pusieron de pie. Silva tomó a Pintos del brazo con fuerza y le habló al oído con un inconfundible tono de terror.

-         Yo mismo firmé el certificado, pero eso fue hace tres años. ¿Te das cuenta del disparate? ¡Tres años! Lo que sea que hay ahí en esa cama, no es de este mundo…

Cuatro días antes, la policía había sido alertada de un hecho trágico. Un hombre había saltado desde un balcón en un decimotercer piso. Aterrizó junto a un auto que estaba estacionado frente a la puerta del edificio. No había casi nadie circulando a esa hora por la vereda, salvo una pareja de adolescentes sentados en un banco de la placita que interrumpieron sus manoseos para atestiguar la caída y su fatal resultado.

El comisario Medina, encargado de las pericias, llamó a Pintos y le pidió que se hiciera presente. Cuando el inspector llegó, la zona estaba acordonada con cintas amarillas, los patrulleros con sus luces encendidas anunciaban a la distancia su presencia y dos ambulancias ya habían llegado al lugar. El cuerpo estaba cubierto con una sábana. Una oscura mancha de sangre y sesos a varios metros a la redonda indicaban que su cráneo estalló como una sandía al chocar con la vereda.

-         ¿Por qué me ha llamado, Medina? Esta no es mi jurisdicción…

-         Me han dicho que usted está investigando una serie de cosas… poco normales. ¿Sigue en eso o ya cerró el caso? – contestó Medina por lo bajo.

-         Sigo. ¿Qué tiene que ver eso con todo esto?

-         Venga conmigo. Creo que le puede interesar…

Subieron al apartamento del muerto. No era muy grande, dos dormitorios, uno de ellos convertido en estudio, una sala pequeña con una mesa para dos y un par de sillones, una alfombra mullida y una cocina donde no entraban dos personas normales. Sin embargo, el balcón, por capricho del arquitecto, tenía casi la superficie del apartamento.

En el dormitorio, los médicos estaban atendiendo a una mujer. Estaba en visible estado de shock. Temblaba y miraba a su alrededor con ojos desorbitados, como si hubiera pasado la experiencia más traumática de su vida. La estaban sedando.

-         No es la esposa – explicó Medina, cada vez más pálido.

Salieron a la terraza. Una brisa helada les obligó a cerrar sus abrigos. Caminaron hasta la baranda de metal. Pintos pudo ver un trozo de tela adherido a una punta que sobresalía. Imaginó que el pantalón del muerto se habría enganchado al momento del salto, desgarrándolo.

-         ¿Un suicidio? ¿O la mujer tuvo algo que ver en esto?

En eso, se dio cuenta que, del otro lado de la terraza, los servicios de emergencia estaban trabajando. Los dos apartamentos vecinos compartían la terraza, separados por macetones de concreto con plantas secas. Recostado contra uno de ellos, una persona estaba recibiendo asistencia médica.

-         La señora nos dijo que alguien tocó a la puerta. Ella abrió y estaba ese tipo de allá – dijo Medina, señalándolo con un movimiento de la cabeza – Entró en el apartamento empujándola y se detuvo frente al que saltó. No hizo nada más, según ella, pero fue suficiente como para que el otro entrara en pánico, saliera corriendo hacia aquí y saltara al vacío.

-         Medina, vuelvo a preguntarle: ¿qué hago yo aquí?

El comisario carraspeó y encendió un cigarrillo. Miró de costado para asegurarse que nadie les estaba escuchando.

-         La tipa esta le conocía. Nos brindó su nombre: Arturo Sosa Guzmán.

-         No entiendo a qué…

-         Investigué en el archivo. El dato que ella nos dio es correcto… - contestó Medina, acercándole una pequeña laptop. La foto de un hombre de mediana edad le miró desde la pantalla – Coincide con la descripción y con la foto. Ese tipo que está ahí es Sosa Guzmán. Pero si se fija bien en el informe del archivo, hay algo que no tiene lógica. Y por eso le he pedido que venga.

Los médicos pusieron al hombre en una camilla. Su rostro estaba cubierto con una mascarilla de oxígeno y el cuello protegido con una prótesis. Pintos le miró de reojo, sin saber qué hacer. Algo estaba muy mal en todo eso y tanto el inspector como el comisario Medina sintieron que habían pasado una frontera sin retorno. El hombre que llevaban en la camilla había muerto hacía tres años.

Al entrar el inspector en la habitación del hospital, sintió un leve aroma a carne en estado de descomposición, ese olor nauseabundo que la muerte siempre trae consigo. Pintos lo conocía bien, pero no por eso dejaba de darle una sensación de asco, como un golpe bien dado en la boca del estómago.

La habitación estaba en penumbras. La cama más próxima al baño estaba vacía. La otra estaba iluminada con una luz indirecta colocada detrás de un panel en la cabecera. Un tubo de oxígeno y un gancho donde colgaba un suero ya vacío eran los únicos indicios de ayuda médica que el Dr. Silva había improvisado.

El hombre yacía en la cama. La escasa luz no permitía ver muy bien sus rasgos. El cabello, oscuro y pegado al cráneo, se había caído en varios lados, dejando al descubierto la piel gris, agrietada, muerta. El cuerpo, reducido a poco más que un esqueleto con algo de carne y pellejo, estaba tapado con una manta.

Pintos arrastró una silla y la colocó cerca de la cama. Sentía una extraña mezcla de asco y miedo, un terror que jamás había experimentado. Supo, por un leve movimiento de la cabeza, que el otro estaba despierto y que le estaba observando. Tomó asiento sin saber qué hacer.

-         No encienda la luz… Me molesta mucho – dijo el muerto.

-         No lo haré – contestó Pintos.

La voz del muerto surgió como el graznido de un ave. Su respiración era normal, calmada, pero dejaba escapar un silbido entre los dientes. Pintos dejó pasar uno o dos minutos en silencio. No sabía qué decir. Quería interrogarle, quizás hacerle miles de preguntas, pero no sabía por dónde comenzar.

-         Tengo sed… - murmuró el muerto.

Pintos vio sobre la mesa contigua a la cama un vaso con un sorbete. Se levantó, lo llenó con agua fresca de una jarra y lo acercó al otro. El muerto movió su mano, colocó el sorbete en su boca y succionó unos tragos de agua.

-         Gracias… - dijo al terminar.

-         Soy el inspector Pintos, de la Policía Metropolitana – se presentó Pintos, con voz grave y poco amigable.

-         Usted ya debe saber, a esta altura, quién soy yo…

-         Sí, lo sé – contestó Pintos – Usted es Arturo Sosa Guzmán.

Pintos vio que el otro movió ligeramente la cabeza en su dirección. Quizás estaba poniendo atención o un resorte de su ánimo saltó al escuchar su nombre. O tal vez solo se hubiera quedado dormido.

-         Usted irrumpió en la morada de Ricardo Orttini, hace cuatro noches. Por alguna razón, Orttini se asustó y saltó por la baranda al vacío, lo que le causó una muerte instantánea.

-         No tan instantánea, inspector – dijo el otro desde la penumbra – Esos segundos de caída libre son un paseo por el infierno…

Pintos sintió un silbido especial que se escapaba de su garganta. Podría haberlo confundido con una risa seca pero genuina. Al fin de cuentas, no estaba dormido.

-         He pasado estos días corroborando su identidad, Sosa – continuó en inspector - Sus huellas digitales casi han desaparecido, pero su dentadura coincide con los registros. Obtuve del juez una orden para revisar su tumba. La loza del panteón estaba corrida y su cajón roto. De adentro hacia afuera… ¡Esto es de locos! ¿Por qué? – preguntó el inspector. Su voz había cambiado, por más que intentó dominarse. - ¿Por qué? ¿Cómo es posible? Esto no tiene ningún sentido. Yo no sé qué más decir…

-         El por qué es fácil de deducir, inspector… - dijo el muerto.

-         Le escucho.

-         Morí en la cárcel. Fui ahí gracias a mi amigo Orttini. Ocupé su lugar sin siquiera saber lo que hacía. No soy un hombre de negocios, no los entiendo. Pero di la cara por mi amigo, mi hermano. Y el tipo no respondió – se interrumpió con una leve tos y volvió a tomar unos sorbos de agua - Se suponía que quedaría pocos días indagado, hasta aclarar las cosas, un lio de plata del cual yo no tenía ni idea. Firmé papeles… Se transformó en cinco años de prisión. De la noche a la mañana me metieron de cabeza en el infierno. Todos metidos en una jaula, unos arriba de los otros. No le tengo que dar detalles, usted debe conocerlos bien. No se duerme, no se come. Te torturan, te violan, te matan. Te vuelves loco de rabia y de odio. No estaba preparado para nada de eso. Nadie lo está. Imaginas todas las cosas que harás cuando te larguen. Yo solamente quería matar a Orttini. Pero no me dieron la oportunidad. Me apuñalaron en el patio.

-         Y decidió volver para vengarse - dijo Pintos.

-         Sí…

-         Como si fuera lo más fácil de hacer…

-         No fue fácil. De hecho, fue extremadamente complicado, inspector.

-         ¿Cómo? Lo que usted hizo es imposible. Va en contra de todas las leyes de la naturaleza. No hay forma de que usted esté aquí. ¡Usted murió, Sosa!

-         Las leyes están para violarlas, inspector. Usted es policía, lo sabe mejor que yo. Las de la naturaleza son más complicadas de violar, pero siempre hay una forma… cuando usted tiene mucha fuerza de voluntad y algo que la alimente. Hay mucha gente que cree que el amor puede hacer que los muertos se levanten. Le aseguro que el odio también es una buena fuente de inspiración.

Quedaron unos minutos en silencio, solo interrumpido por la tos seca de Sosa. Pintos no se atrevió a preguntarle cómo había hecho, si había tenido ayuda de alguien o de algo para poder regresar a su cuerpo, infundir vida en lo que quedaba de sus huesos y salir a consumar su venganza. Había algo que le estaba dando vueltas en la cabeza desde hacía cuatro días que le preocupaba incluso más que tener que interrogar a alguien que llevaba tres años muerto.

-         No se preocupe más por mí, inspector. Mi tiempo está acabando.

-         Todos esos eventos de estos días, esos muertos que quisieron levantarse, usted…

Sintió algo parecido a una risa desde la penumbra.

-         Eventos… suena bien. No se van a repetir. Pertenecen a la etapa de ensayo y error, por decirlo de alguna manera.

-         Perdí a mi esposa hace un año – dijo Pintos, sin preámbulos – Le diagnosticaron un cáncer intratable. No quiso pelear y decidió suicidarse, una mañana luego del desayuno. Ella era muy creyente, yo no mucho. Pero desde su muerte siento que ella está en algún lado, no lo sé… quizás purgando su culpa por el suicidio. Yo…

Pintos se dio cuenta que el muerto se había incorporado un poco y que sus ojos le estaban mirando fijamente, como si le taladraran.

-         Usted quiere saber qué hay del otro lado, ¿verdad, inspector?

-         Quiero saber si Sonia está bien…

-         Acerque su silla – murmuró Sosa casi sin fuerzas – Yo le voy a contar qué hay del otro lado.

El Dr. Silva vio cuando su amigo salió de la habitación. Pintos no prestó atención a los guardias que custodiaban la puerta y avanzó por el pasillo con pasos cansinos, como si su cuerpo soportara todo el peso del mundo. Se detuvo debajo de una luz. Silva le interrogó con un gesto. Pintos tenía la mirada extraviada, no parpadeaba. El médico no se dio cuenta, hasta que ya era tarde, que su amigo tenía el arma en su mano. Todo sucedió en pocos segundos. El disparo dentro de su boca fue fatal. La parte posterior de su cráneo estalló. El inspector cayó al suelo con los ojos abiertos. Parecía estar mirando un aterrador paisaje de otro mundo.