Iscariote
El sacerdote levantó la vista del antiguo pergamino que estaba revisando y cerró los ojos, murmurando una plegaria a Dios. Con lentitud, enrolló el manuscrito, lo tocó con la frente en señal de devoción y se levantó. Aunque no había llegado a los cincuenta, sentía el paso del tiempo como un lastre y sus ojos, luego de muchas noches en vela tratando de entender la voluntad de Adonai, ya no le respondían bien.
Colocó el rollo en su lugar de
la estantería a un costado de la habitación, alisó con sus manos la larga
túnica negra, adornada solamente con los símbolos de su rango, y humedeció los
labios con un sorbo de vino. La puerta, de golpe, se abrió.
-
Disculpa que te interrumpa, Rabí, pero tienes una visita
inesperada.
El sacerdote que entró en la
oscura estancia era de menor edad y sus ojos claros como el agua helada
delataban un espíritu fanático y burlón que impulsaba sus jornadas. La ironía
era su terreno predilecto.
-
Ya no es hora de recibir a extraños… - protestó el más
viejo.
-
Dame permiso para insistir. Este hombre
parece venido desde los mismos infiernos…
-
Oh Annas, ¿acaso debo atemorizarme con su
presencia? – preguntó el sacerdote. – Dime ya, ¿quién es?
El otro sonrió con
algo de malicia, se hizo a un lado y el visitante nocturno entró.
Con pasos lentos,
el recién llegado se ubicó en el medio de la habitación. Las llamas de las
lámparas le iluminaban mal, pero a pesar de ello el sacerdote le reconoció. El
tiempo había cambiado su fisonomía. Sus ojos, otrora centellantes, aparecían
mansos, derrotados. Su cabello, encanecido con premura, caía a su espalda atado
por una sucia cinta de color indefinido y la barba, larga y gris, acentuaba su
imagen de abandono.
- Esta es una visita
sorprendente, querido amigo – dijo el sacerdote cuando logró salir de su
asombro inicial - ¿A qué debo el honor esta vez, Judas, hijo de Simón? ¿Cuánto
tiempo ha pasado desde la última oportunidad en que nos vimos? ¿Cuatro años,
quizás?
- Tres…
La voz de Judas sorprendió a
Caifás. Seguía siendo aguda como el silbido de la serpiente.
-
Tanto tiempo, y tan poco… Pero toma asiento, por favor.
Por tu semblante y tus raídas ropas diríase que has caminado mucho para llegar
hasta aquí. ¿Tienes hambre o sed?
- Agradezco tu hospitalidad,
pero no voy a quitarte mucho tiempo.
Caifás avanzó hasta el centro
de la habitación. A tres pasos de Iscariote le observó con detenimiento. Oh
Adonai, pensó, este hombre se está consumiendo. Parece más bajo que en mis
recuerdos.
-
Después de la muerte del hijo del carpintero,
desapareciste. Habíamos cifrado esperanzas de que siguieras colaborando con nosotros,
pero todos los esfuerzos por encontrarte fueron vanos. Creímos que habías
retornado a tu pueblo de Karioth, en Judea.
-
Me fui de Jerusalén. Renté una casa rodeada por un campo
yermo al sur de la ciudad, lejos de los caminos transitados.
-
Treinta siclos bien invertidos… - murmuró Caifás.
- El precio de un esclavo a
cambio de un pequeño beso – deslizó Annas a su espalda.
Iscariote se estremeció al
sentir esas palabras, pero logró dominarse. No deseaba que los sacerdotes se
aprovecharan de su debilidad.
-
He venido a hacerte un presente, Caifás, a cambio de una
respuesta. Luego de ello, me retiraré en paz.
-
Has sido bienvenido en esta morada en paz y así lo serán
siempre los amigos. ¿Qué deseas saber de mí? – preguntó Caifás con dulzura.
-
Solamente una cosa: ¿valió aquello la pena?
Un instante de silencio se
interpuso entre ellos. Sus miradas se sostuvieron, pero ninguno pudo adivinar
los pensamientos del otro.
-
Extraña pregunta la que me formulas, Judas, hijo de
Simón. Es algo que, creo, debes haber meditado más de una vez durante todo este
tiempo. ¿Valió acaso la pena para ti?
-
Él era mi rabí, mi maestro. Y le entregué por el precio
de un esclavo… - dijo Iscariote con un hilo de voz.
-
Sin embargo, recuerdo que esgrimiste razones poderosas
cuando te presentaste en esta sala para ofrecer prenderlo – sostuvo Annas – Un
revolucionario, un blasfemo, un rabí que pretendía reclamar para sí el trono de
Israel. Eso sostenías. Y tenías razón en cada palabra. ¿Ya nada de eso tiene
valor? ¿Qué ha cambiado con su muerte, que ahora la duda te hace temblar como
una hoja en otoño?
-
¡No tiemblo por ello! – dijo Iscariote con vehemencia –
Solo sé que fui engañado por Adonai.
Con un gesto, Caifás impidió
que Annas contestara la blasfemia. Los años le habían enseñado el valor de la
tolerancia.
- Adonai no
engaña, mi amigo. ¿Crees acaso que tú fuiste el instrumento exclusivo de su
voluntad? De alguna forma, todos lo somos, ya que todos somos sus hijos. Somos
su pueblo elegido. ¿Por qué razón estás convencido de haber sido engañado?
Iscariote sabía
que sus lágrimas se habían secado hacía mucho tiempo.
-
Mi maestro abandonó su comunidad en el desierto para
convertirse en conductor de su pueblo – contestó – Buscaba su libertad. Quería
restablecer el orden de Dios en esta tierra. Su tierra. Le conocí predicando en
los caminos y creí, no sé bien cómo, que él era el mesías de la Casa de David
anunciado por los profetas, el elegido de Dios para liberarnos de la tiranía de
Roma. Pensé que enardecería el alma del pueblo en contra de los extranjeros,
que tomaríamos las armas, que se haría valer y asumiría el papel de Rey y
Sacerdote, tal y como enseñan nuestras tradiciones… Sin embargo, de sus
palabras surgían otras razones. Su idea de luchar contra el enemigo no era
convencional. Creía que les podíamos ganar, no con la guerra, sino con la paz.
¿Puedes imaginar eso, Caifás? Mi incertidumbre era absoluta. ¿Cómo era posible
comenzar una guerra amando a tu enemigo? Era inconcebible… Con el tiempo comencé
a sospechar que yo era un revolucionario que se equivocó de revolución.
- Yo le recuerdo en el patio
de nuestro Templo, abofeteando a los comerciantes y destruyendo sus
pertenecías… Parecería ser que sus seguidores no comulgaban mucho con tus
ideas, Judas – intervino Annas, mientras Caifás bebía un sorbo de vino.
- De
hecho – dijo Caifás con un tono tranquilo - apenas su cuerpo se enfrió en la
tumba que nuestro colega de Arimatea le cedió, sus acólitos se dispersaron y no
hemos vuelto a saber de ellos, por suerte… Soy curioso, Judas. Yo puedo
entender que un rabí harapiento, surgido de esas cuevas de serpientes del
desierto, pudiera ser peligroso en potencia para los intereses que tratamos de
preservar en Jerusalén. Los equilibrios que debemos mantener siempre se pueden
vulnerar cuando un loco pasea por las calles enardeciendo el ánimo de la gente.
También era peligroso para Roma, en una extraña coincidencia que nos unió… Por
eso le ejecutaron. Pero ¿era acaso peligroso para ti? ¿En qué momento te
decepcionó tanto como para traicionarle?
- Yo no le
traicioné – sostuvo Iscariote casi en un susurro.
- Ah, ¿no? –
contestó Annas, sonriendo con maldad - ¿Y cómo llamas acaso el vender su
libertad y poner la vida de ese miserable en manos de los salvajes sanguinarios
que nos gobiernan?
- No hice nada que
no contara con su aprobación…
- ¿Cómo? – exclamó
Annas con vehemencia, sin poder aceptar lo que estaba escuchando – ¿Acaso el
pobre loco quería morir como mártir? ¿En nombre de quiénes? ¿De nosotros? ¿De
ti, Judas? Es inaceptable… ¿Tanto desprecio tenía por su vida?
- El maestro no deseaba morir como mártir, sino
que esperaba una señal de Dios.
- Una señal de Dios… ¿El hijo
del carpintero quería que los cielos se abrieran y Dios apareciera en persona?
¡Es una locura! ¿Una señal para qué cosa? – preguntó Annas, apenas conteniendo
la indignación.
Judas cerró los ojos un
momento y meneó la cabeza.
-
Tan ciegos son… ¿Acaso no lo ven? Su plan era sencillo y
su fe en Dios inquebrantable. Se haría prender por los romanos y a una señal de
Dios, el pueblo se rebelaría contra los tiranos y contra quienes les ayudaban…
Sí, contra ustedes mismos. Esa noche habló conmigo, lejos de los demás. Dios le
había manifestado su voluntad, me dijo. Yo debía venir a tu presencia, Caifás,
y ofrecer prenderle. Luego, Dios haría lo suyo. Hasta el último momento esperó
ese signo que anunciara el comienzo del fin de la dominación de Roma. ¿No le
escucharon al final implorar por Dios? Pero Dios no apareció…
Un escalofrío recorrió la
espalda de Iscariote al recordar a su maestro, colgado de un madero, cubierto
de sangre, sudor y barro luego de recibir un castigo inhumano. Ya casi sin
aliento, con las muñecas y los pies atravesados con clavos y apenas pudiendo
respirar, buscó con la mirada extraviada a su esquivo dios. Pero nadie había
ahí. En ese instante supo que todo había sido en vano. El martirio y el
sacrificio no levantaron al pueblo contra los asesinos invasores, el cielo no
se abrió y la ira de Dios no cayó sobre las cabezas de sus enemigos. Su dios,
al que amaba tanto como a un padre, le había abandonado a su suerte en esa cruz
sin hacer algo para impedir su muerte.
-
Era mi amigo - dijo Iscariote en susurros -
Con ninguno de los otros hablaba de estas cosas, salvo conmigo... Los otros me
odiaban por extranjero, por no haber nacido en Galilea, porque el rabí me
confiara el bolso de la comunidad. Yo era el encargado de las beneficencias. A
ellos les contentaba con parábolas, con enseñanzas sencillas y sin vuelo. A
ninguno le confiaba sus deseos, sus miedos, sus ambiciones, salvo a la de
Magdala y a mi… Ninguno de ellos estaba preparado para la lucha. Ninguno
entendió cuál era su misión. Le seguían con la mansedumbre de un cordero,
guiados por un pastor de otro mundo.
- Tus quejas ya
son vanas e inútiles, Judas, hijo de Simón – dijo Annas – Ninguna de esas
lamentaciones, por más sinceras que sean, va a hacer posible que ese pobre
diablo se levante de su tumba. ¿Quién era él para designarse a sí mismo como
representante de Dios? ¿No lo somos todos acaso? ¿De dónde sacó tanta soberbia?
¡Qué extrañas y peligrosas ideas conciben esos locos del desierto!
- Hoy me
preguntaste si todo ese sacrificio había valido la pena. Tú ya sabes la
respuesta. Siempre la has sabido. La sangre derramada por un solo hombre no vale
tanto como la vida de un pueblo entero – Caifás parecía cansado. Miró a
Iscariote con benevolencia y cierta ternura paternal. Le tomó por los hombros y
le abrazó. Annas supo que ese era un gesto que él jamás hubiera concedido.
- Nada debes
temer, mi amigo. Lo que hiciste, ya fuera por mandato de un loco o del mismo
Adonai, bien hecho está y nada lo puede remediar. ¿Hay algo más que desees
saber o que pueda hacer por ti?
Iscariote
permaneció unos instantes en silencio. Su mirada vagó por la habitación, los
rollos de la Ley, las lámparas que a esa hora hacían proyectar las sombras de
los hombres sobre las paredes desnudas. Nada había cambiado desde aquella tarde
cuando se presentó ante el sumo sacerdote. Sin embargo, todo era ahora
distinto.
Las palabras de
Caifás eran sinceras. Las razones de los hombres siempre se pueden escrutar. En
cambio, Adonai, desde los tiempos pretéritos de los profetas, jamás se había
dignado en comparecer ante su pueblo para explicar sus erráticos procederes.
Una sonrisa más parecida a una mueca de dolor le adornó el rostro.
- Has sido honesto
conmigo, Caifás, y te lo agradezco. Este presente es tuyo.
De entre sus ropas
extrajo una bolsita de cuero y la extendió hacia el sacerdote. Caifás la tomó
con curiosidad y la abrió. Al hacerlo, sintió como si ese saquito se hubiese
convertido en una braza ardiente y le quemara la mano. Dio un grito ahogado y
lo dejó caer al piso de piedra. Las monedas de plata rodaron hasta los pies de
Annas.
-
Mis manos no están manchadas con la sangre de
un inocente. Pero las de tu dios sí lo están. Que tengas una larga vida, amigo
Caifás.
La oscuridad de la
noche se tragó la triste figura de Judas hijo de Simón, conocido como el
Iscariote. Pocas personas supieron de él desde entonces. Vivió una larga vida,
aunque alguno jure que vio su cuerpo colgado de un árbol junto al acantilado.