domingo, 12 de abril de 2020



Juego de niños

No eran seis sino cinco los niños que esa mañana fueron al Paso de la Carreta Vieja a jugar. Siempre se dijo que eran seis, porque en la volada le añadieron al Ramoncito, el hijo de doña Vicenta, la del puesto de verduras, que llegó tarde a juntarse con sus amigos. Pero más allá de lo que digan en sus tertulias los vagos de “Las Ruinas de Atenas”, eran cinco. Yo los vi y los conté bien, y por eso lo puedo narrar con propiedad.
Solían juntarse luego de salir de la escuela, o los domingos de mañana. Algunos de ellos debían acompañar a sus padres a misa, donde se aburrían hasta la muerte, pobrecitos. Pero luego se encontraban, por lo general, en lo de los mellizos y salían corriendo cuesta abajo, al costado del molino viejo, por un sendero apenas marcado entre los pastos altos y las piedras, que les llevaba cerca de un cruce de caminos de tierra al costado de las ruinas de una casa, que antes se conocía como el Paso de la Carreta Vieja y que ahora ya no tiene nombre.
En aquellos tiempos, ese lugar era un descampado agreste, un terreno irregular, donde crecían pocos arboles y bajo las piedras vivían alimañas. Los niños iban siempre de excursión a esos parajes desolados de los arrabales de Montepelado, a veces de cacería, armados con hondas para matar pájaros, otras veces solamente para correr, saltar e inventarse historias. Ese lugar era su mundo aparte. En esos tiempos felices el fútbol todavía no había llegado tan lejos y las cosas raras como la radio o el biógrafo solo existían en la imaginación de los escritores y de los locos. La gente se juntaba en persona para charlar, para ver pasar el tiempo, recordar lo que no había sucedido jamás y para hablar mal de los vecinos. Y los niños armaban su barra que a veces llegaban a ser diez o más y jugaban.
Siempre cazaban algún ave y alguna vez pudieron dar con una liebre que luego fue a parar a la olla. Pocas veces tuvieron la oportunidad de ver algún animal de tamaño más respetable, un zorro o un gato montés.  Una sola vez, unas semanas antes, uno de ellos, el Carlitos, vio que una sombra se escurría entre las rocas grandes que estaban a varios pasos al costado del muro de la vieja casa. No llegó a ver bien qué clase de animal podría ser y nunca supo qué era esa sombra. Quizás, de haberlo sabido, la historia sería otra. O no.
Aquella mañana, el sol se adueñó del cielo luego de una noche de tormenta. Muchos pensaron que toda el agua del mundo estaba cayendo sobre sus cabezas, como en los tiempos del Evaristo. Pero temprano ya las nubes se habían ido, pequeños riachuelos corrían por el medio de las calles empedradas y algunos charcos quedaban en la plaza y junto al edificio del municipio local.
Hacía calor y un bochorno surgía de la tierra mojada. El pueblo todavía estaba tratando de sacudirse la modorra y solo unos pocos, como indicaba la costumbre, habían asistido a la misa tempranera. Los chicos se juntaron en lo del Julián, en el almacén de ramos generales que tenía su padre a tres cuadras de la plaza. Su hermana, la Melchorcita, que en esos tiempos no pasaba los seis o siete años, ya correteaba por las calles desde que aprendió a caminar y no se perdía una sola vez de ir con su hermano y sus amigos a jugar.
Los gemelos Velázquez, Marcos y Lucas, llegaron temprano. Eran casi como dos gotas de agua. A veces ni su madre podía distinguirlos. Sin embargo, eran bien distintos. Marquitos era más travieso, muy amigo de hacerle bromas a su abuelo, coleccionar ranas para quitarles las patas o ponerlas en ollas con agua hirviendo y cosas por el estilo. Lucas era más tranquilo y formal, siempre con la nariz metida en un libro, soñando despierto y con una sonrisa franca que adornaba su rostro surcado por pecas.
Carlitos fue el último en llegar. Había acompañado a sus padres a misa y por eso sus amigos debieron esperarle un rato.
-          Dice el Ramón que tiene que ir con su mamá a no sé dónde, creo que a lo de la costurera y que nos encuentra en un rato allá en la vieja casa.
-          Muy bien – dijo Julián – Entonces, ¡vamos!
Salieron corriendo los cinco entre gritos y risas. Tomaron por la calle de San Pancracio, que en esos tiempos no era más que un camino de tierra apenas apisonada que se convertía en un sendero, y en un par de cuadras ya estaban fuera del pueblo. Carlitos, como siempre, tomó la delantera. A pesar de ser casi de la misma edad que Julián y los gemelos, todos en torno a los doce, era media cabeza más alto y daba zancadas más largas que sus amigos. Siempre los dejaba atrás y llegaba primero, con la camisa por fuera de su pantalón arremangado y los pies descalzos llenos de barro.
-         ¿A qué jugamos hoy? – preguntó Melchorcita.
Carlitos había traído su honda y cerca de la vieja casa abandonada intentó bajar a un pajarito que estaba en un costado alto de la pared derruida. Siempre tenía muy buena puntería, pero esta vez la piedra voló muy alto y pasó a varios metros de su víctima. Los gemelos y Melchorcita comenzaron a jugar a la mancha, corriendo y gritando cada vez que uno lograba tocar al otro.
Julián quedó un momento apartado del resto, junto a unas piedras grandes. Había descubierto una lagartija oscura, bastante más grande que las comunes. Se agachó para poder verla mejor, pero ella se escabulló entre las piedras.
-         Jugaremos a la guerra – dijo Julián al incorporarse.
Era un juego que todos conocían. Los mayores lo jugaban a menudo. No hacía mucho tiempo que se había producido la que hasta ese momento fue la última revolución. Melchorcita ya había nacido y Julián recordaba bien a los jinetes entrando al pueblo por el camino del norte, armados con lanzas y mosquetes, vivando a la patria y a su jefe, sin que el destacamento del gobierno pudiera decir nada porque los pasaron a todos a degüello.
-         ¡Y que teníamos un prisionero! – gritó Lucas, mientras su hermano corría a buscar algunos palos y ramas para hacer las veces de fusiles.
Pronto se organizaron. Julián tomó el mando y ordenó apresar a Lucas. Carlitos y el Marcos le apuntaron con sus ramas peladas y entre risas lo llevaron junto a una pared de la vieja casa. Lucas sonreía con los brazos en alto y Melchorcita, con un ataque de hipo, se quedó junto a su hermano, mirando todo con sus enormes ojos oscuros.
-         Señor prisionero, – le dijo Julián a Lucas, imitando la voz de mando de un militar – como estamos en guerra, tenemos que fusilarlo. ¿Tiene usted algún deseo antes de morir?
-         ¡Sí! – dijo Lucas aguantando una carcajada – Quiero aprender japonés…
Todos rieron por la ocurrencia del gemelo.
Julián le ordenó a su hermana que atara las manos del prisionero.
-         ¿Con qué? – preguntó Melchorcita.
-         ¿No trajiste una cuerda? – le dijo Julián.
-         No…
-         ¿Un piolín, un cabo, lo que sea?
-         Voy a buscar algo…
-         No, yo lo haré…Ustedes no se muevan de ahí y vigilen bien a este peligroso prisionero – le dijo Julián a los guardias que escoltaban a Lucas.
Dio unos pasos bordeando la casa y entró por lo que en otros tiempos fue una puerta lateral. Adentro, algunas paredes se habían desmoronado y faltaban muchos tramos del tejado. En un rincón encontró una cuerda vieja. No vio una sombra oscura que se movió en los fondos.
-         Listo – le dijo Julián a Melchorcita, y la niña se acercó a Lucas y le ató las manos en la espalda lo mejor que pudo.
-         Ahora sí podemos fusilarte, Luquitas…
Entre risas y empujones, colocaron a Lucas contra la pared. El pelotón de fusilamiento estaba compuesto por Carlitos y Marcos, armados con sus ramas, a quienes se les sumó Melchorcita, quien no quiso ser menos y tomó un viejo palo de escoba roto que encontró tirado.
-         Soldados – dijo Julián - ¡Preparados! ¡Apunten! ¡Fuego!
-         ¡Pum! – gritaron los tres, al tiempo que Lucas se dejaba caer con teatral ademán.
-         ¡No se ha muerto! – protestó Carlitos con una carcajada.
-         Es que ustedes como pelotón de fusilamiento son horribles – contestó Julián entre risas.
Lucas se había tirado al suelo sobre un costado y se incorporó. Tenía el pelo desordenado y los ojos le lloraban de tanto reír. No percibió en qué momento Julián se puso a su lado y sacó de entre sus ropas un revólver de caño corto, que había tomado del cajón de su padre.
-         Hay que darte un tiro de gracia… - dijo con solemnidad, recordando cuando atestiguó la muerte de unos prisioneros a manos de los soldados del gobierno, unos pocos años atrás, en las afueras del pueblo.
Luego, a los años, Carlitos dijo que sintió que el tiempo se detenía y que algo no estaba nada bien. Melchorcita y Marcos lo han querido borrar de su memoria. Pero no pudieron.
Julián apuntó a la cabeza de Lucas y disparó.
En lo alto del camino, Ramoncito venía corriendo hacia el Paso de la Carreta Vieja cuando escuchó el estruendo. Se detuvo un momento sin aliento y escuchó el grito de una niña. Comenzó a correr y vio que Melchorcita, Marcos y Carlitos venían despavoridos corriendo camino arriba. Pasaron a su lado sin detenerse, pálidos y aterrorizados, como si hubieran visto un demonio.
Corrió hacia la vieja casa y se detuvo a pocos pasos de Julián. Se acercó despacio. El revólver todavía estaba en su mano derecha. Ramón pudo ver que su amigo temblaba de pies a cabeza, se había orinado en sus pantalones y que estaba pálido como un muerto. Lucas estaba a su lado, tirado en el suelo. Un charco de sangre se movía hacia un costado de su cabeza y los ojos abiertos del gemelo ya no miraban nada.
Muchos años después, Melchora se negaba a pasar cerca del lugar. La maleza y los pastos altos taparon lo poco que quedó de esa vieja casa. Carlitos se convirtió en un individuo muy silencioso, poco amigo de salir de su casa. Sus padres le enviaron a la capital a estudiar, y nunca regresó.
Julián no soportó. A los pocos años huyó de su casa y no le vieron más. Su padre, horrorizado, nunca le perdonó el haber hurgado entre sus cosas y que se llevara ese revólver, que era un regalo del caudillo del lugar. Dicen que Julián cruzó la frontera y se perdió. Yo se que no lo hizo.
Quien sí se quedó en Montepelado fue Marquitos. Alto y robusto, perdió el pelo antes que su inocencia. Nunca terminó la escuela e ingresó en un empleo público que conservó el resto de su vida. Amigo del alcohol y de las parrandas, ha terminado sus días barriendo las calles del pueblo y recordado a todos con su rostro aniñado, surcado de pecas, a su otro yo, su hermano Lucas y la fatal mañana en la cual la desgracia se hizo presente.
Sí, lo recuerdo todo. Incluso a la sombra, tan parecida a la mía si la tuviera, que esa mañana se movía con sigilo en los fondos de la casa.
Dicen hasta hoy los parroquianos de “Las ruinas de Atenas”, y también lo repiten las viejas chusmas cuando salen de misa, que esa fue obra del Diablo y que las armas las carga el Maligno.
Yo no lo sé. Solamente sé que, ante cualquier desgracia, necesitan encontrar un culpable que les redima de sus pecados. Y siempre, sin excepción, me terminan culpando a mí.