Juego de niños
No eran seis sino cinco los
niños que esa mañana fueron al Paso de la Carreta Vieja a jugar. Siempre se
dijo que eran seis, porque en la volada le añadieron al Ramoncito, el hijo de
doña Vicenta, la del puesto de verduras, que llegó tarde a juntarse con sus amigos.
Pero más allá de lo que digan en sus tertulias los vagos de “Las Ruinas de
Atenas”, eran cinco. Yo los vi y los conté bien, y por eso lo puedo narrar con
propiedad.
Solían juntarse luego de
salir de la escuela, o los domingos de mañana. Algunos de ellos debían
acompañar a sus padres a misa, donde se aburrían hasta la muerte, pobrecitos.
Pero luego se encontraban, por lo general, en lo de los mellizos y salían
corriendo cuesta abajo, al costado del molino viejo, por un sendero apenas marcado
entre los pastos altos y las piedras, que les llevaba cerca de un cruce de
caminos de tierra al costado de las ruinas de una casa, que antes se conocía
como el Paso de la Carreta Vieja y que ahora ya no tiene nombre.
En aquellos tiempos, ese lugar
era un descampado agreste, un terreno irregular, donde crecían pocos arboles y
bajo las piedras vivían alimañas. Los niños iban siempre de excursión a esos
parajes desolados de los arrabales de Montepelado, a veces de cacería, armados
con hondas para matar pájaros, otras veces solamente para correr, saltar e
inventarse historias. Ese lugar era su mundo aparte. En esos tiempos felices el
fútbol todavía no había llegado tan lejos y las cosas raras como la radio o el
biógrafo solo existían en la imaginación de los escritores y de los locos. La
gente se juntaba en persona para charlar, para ver pasar el tiempo, recordar lo
que no había sucedido jamás y para hablar mal de los vecinos. Y los niños
armaban su barra que a veces llegaban a ser diez o más y jugaban.
Siempre cazaban algún ave y alguna
vez pudieron dar con una liebre que luego fue a parar a la olla. Pocas veces
tuvieron la oportunidad de ver algún animal de tamaño más respetable, un zorro
o un gato montés. Una sola vez, unas
semanas antes, uno de ellos, el Carlitos, vio que una sombra se escurría entre
las rocas grandes que estaban a varios pasos al costado del muro de la vieja
casa. No llegó a ver bien qué clase de animal podría ser y nunca supo qué era
esa sombra. Quizás, de haberlo sabido, la historia sería otra. O no.
Aquella mañana, el sol se
adueñó del cielo luego de una noche de tormenta. Muchos pensaron que toda el
agua del mundo estaba cayendo sobre sus cabezas, como en los tiempos del
Evaristo. Pero temprano ya las nubes se habían ido, pequeños riachuelos corrían
por el medio de las calles empedradas y algunos charcos quedaban en la plaza y
junto al edificio del municipio local.
Hacía calor y un bochorno
surgía de la tierra mojada. El pueblo todavía estaba tratando de sacudirse la
modorra y solo unos pocos, como indicaba la costumbre, habían asistido a la misa
tempranera. Los chicos se juntaron en lo del Julián, en el almacén de ramos
generales que tenía su padre a tres cuadras de la plaza. Su hermana, la
Melchorcita, que en esos tiempos no pasaba los seis o siete años, ya correteaba
por las calles desde que aprendió a caminar y no se perdía una sola vez de ir
con su hermano y sus amigos a jugar.
Los gemelos Velázquez,
Marcos y Lucas, llegaron temprano. Eran casi como dos gotas de agua. A veces ni
su madre podía distinguirlos. Sin embargo, eran bien distintos. Marquitos era
más travieso, muy amigo de hacerle bromas a su abuelo, coleccionar ranas para
quitarles las patas o ponerlas en ollas con agua hirviendo y cosas por el
estilo. Lucas era más tranquilo y formal, siempre con la nariz metida en un
libro, soñando despierto y con una sonrisa franca que adornaba su rostro
surcado por pecas.
Carlitos fue el último en
llegar. Había acompañado a sus padres a misa y por eso sus amigos debieron esperarle
un rato.
-
Dice el Ramón que tiene que ir con su mamá a
no sé dónde, creo que a lo de la costurera y que nos encuentra en un rato allá
en la vieja casa.
-
Muy bien – dijo Julián – Entonces, ¡vamos!
Salieron corriendo los cinco
entre gritos y risas. Tomaron por la calle de San Pancracio, que en esos
tiempos no era más que un camino de tierra apenas apisonada que se convertía en
un sendero, y en un par de cuadras ya estaban fuera del pueblo. Carlitos, como
siempre, tomó la delantera. A pesar de ser casi de la misma edad que Julián y
los gemelos, todos en torno a los doce, era media cabeza más alto y daba
zancadas más largas que sus amigos. Siempre los dejaba atrás y llegaba primero,
con la camisa por fuera de su pantalón arremangado y los pies descalzos llenos
de barro.
-
¿A qué jugamos hoy? – preguntó Melchorcita.
Carlitos había traído su
honda y cerca de la vieja casa abandonada intentó bajar a un pajarito que
estaba en un costado alto de la pared derruida. Siempre tenía muy buena puntería,
pero esta vez la piedra voló muy alto y pasó a varios metros de su víctima. Los
gemelos y Melchorcita comenzaron a jugar a la mancha, corriendo y gritando cada
vez que uno lograba tocar al otro.
Julián quedó un momento
apartado del resto, junto a unas piedras grandes. Había descubierto una lagartija
oscura, bastante más grande que las comunes. Se agachó para poder verla mejor,
pero ella se escabulló entre las piedras.
-
Jugaremos a la guerra – dijo Julián al incorporarse.
Era un juego que todos
conocían. Los mayores lo jugaban a menudo. No hacía mucho tiempo que se había
producido la que hasta ese momento fue la última revolución. Melchorcita ya
había nacido y Julián recordaba bien a los jinetes entrando al pueblo por el
camino del norte, armados con lanzas y mosquetes, vivando a la patria y a su
jefe, sin que el destacamento del gobierno pudiera decir nada porque los pasaron
a todos a degüello.
-
¡Y que teníamos un prisionero! – gritó Lucas,
mientras su hermano corría a buscar algunos palos y ramas para hacer las veces
de fusiles.
Pronto se organizaron.
Julián tomó el mando y ordenó apresar a Lucas. Carlitos y el Marcos le apuntaron
con sus ramas peladas y entre risas lo llevaron junto a una pared de la vieja
casa. Lucas sonreía con los brazos en alto y Melchorcita, con un ataque de
hipo, se quedó junto a su hermano, mirando todo con sus enormes ojos oscuros.
-
Señor prisionero, – le dijo Julián a Lucas, imitando
la voz de mando de un militar – como estamos en guerra, tenemos que fusilarlo.
¿Tiene usted algún deseo antes de morir?
-
¡Sí! – dijo Lucas aguantando una carcajada –
Quiero aprender japonés…
Todos rieron por la ocurrencia
del gemelo.
Julián le ordenó a su
hermana que atara las manos del prisionero.
-
¿Con qué? – preguntó Melchorcita.
-
¿No trajiste una cuerda? – le dijo Julián.
-
No…
-
¿Un piolín, un cabo, lo que sea?
-
Voy a buscar algo…
-
No, yo lo haré…Ustedes no se muevan de ahí y
vigilen bien a este peligroso prisionero – le dijo Julián a los guardias que escoltaban
a Lucas.
Dio unos pasos bordeando la
casa y entró por lo que en otros tiempos fue una puerta lateral. Adentro,
algunas paredes se habían desmoronado y faltaban muchos tramos del tejado. En un
rincón encontró una cuerda vieja. No vio una sombra oscura que se movió en los
fondos.
-
Listo – le dijo Julián a Melchorcita, y la
niña se acercó a Lucas y le ató las manos en la espalda lo mejor que pudo.
-
Ahora sí podemos fusilarte, Luquitas…
Entre risas y empujones,
colocaron a Lucas contra la pared. El pelotón de fusilamiento estaba compuesto
por Carlitos y Marcos, armados con sus ramas, a quienes se les sumó Melchorcita,
quien no quiso ser menos y tomó un viejo palo de escoba roto que encontró tirado.
-
Soldados – dijo Julián - ¡Preparados!
¡Apunten! ¡Fuego!
-
¡Pum! – gritaron los tres, al tiempo que
Lucas se dejaba caer con teatral ademán.
-
¡No se ha muerto! – protestó Carlitos con una
carcajada.
-
Es que ustedes como pelotón de fusilamiento
son horribles – contestó Julián entre risas.
Lucas se había tirado al
suelo sobre un costado y se incorporó. Tenía el pelo desordenado y los ojos le
lloraban de tanto reír. No percibió en qué momento Julián se puso a su lado y
sacó de entre sus ropas un revólver de caño corto, que había tomado del cajón
de su padre.
-
Hay que darte un tiro de gracia… - dijo con
solemnidad, recordando cuando atestiguó la muerte de unos prisioneros a manos
de los soldados del gobierno, unos pocos años atrás, en las afueras del pueblo.
Luego, a los años, Carlitos
dijo que sintió que el tiempo se detenía y que algo no estaba nada bien.
Melchorcita y Marcos lo han querido borrar de su memoria. Pero no pudieron.
Julián apuntó a la cabeza de
Lucas y disparó.
En lo alto del camino,
Ramoncito venía corriendo hacia el Paso de la Carreta Vieja cuando escuchó el estruendo.
Se detuvo un momento sin aliento y escuchó el grito de una niña. Comenzó a correr
y vio que Melchorcita, Marcos y Carlitos venían despavoridos corriendo camino
arriba. Pasaron a su lado sin detenerse, pálidos y aterrorizados, como si
hubieran visto un demonio.
Corrió hacia la vieja casa y
se detuvo a pocos pasos de Julián. Se acercó despacio. El revólver todavía
estaba en su mano derecha. Ramón pudo ver que su amigo temblaba de pies a
cabeza, se había orinado en sus pantalones y que estaba pálido como un muerto. Lucas
estaba a su lado, tirado en el suelo. Un charco de sangre se movía hacia un
costado de su cabeza y los ojos abiertos del gemelo ya no miraban nada.
Muchos años después,
Melchora se negaba a pasar cerca del lugar. La maleza y los pastos altos
taparon lo poco que quedó de esa vieja casa. Carlitos se convirtió en un individuo
muy silencioso, poco amigo de salir de su casa. Sus padres le enviaron a la
capital a estudiar, y nunca regresó.
Julián no soportó. A los pocos
años huyó de su casa y no le vieron más. Su padre, horrorizado, nunca le perdonó
el haber hurgado entre sus cosas y que se llevara ese revólver, que era un
regalo del caudillo del lugar. Dicen que Julián cruzó la frontera y se perdió.
Yo se que no lo hizo.
Quien sí se quedó en Montepelado
fue Marquitos. Alto y robusto, perdió el pelo antes que su inocencia. Nunca
terminó la escuela e ingresó en un empleo público que conservó el resto de su
vida. Amigo del alcohol y de las parrandas, ha terminado sus días barriendo las
calles del pueblo y recordado a todos con su rostro aniñado, surcado de pecas,
a su otro yo, su hermano Lucas y la fatal mañana en la cual la desgracia se
hizo presente.
Sí, lo recuerdo todo.
Incluso a la sombra, tan parecida a la mía si la tuviera, que esa mañana se
movía con sigilo en los fondos de la casa.
Dicen hasta hoy los
parroquianos de “Las ruinas de Atenas”, y también lo repiten las viejas chusmas
cuando salen de misa, que esa fue obra del Diablo y que las armas las carga el Maligno.
Yo no lo sé. Solamente sé que,
ante cualquier desgracia, necesitan encontrar un culpable que les redima de sus
pecados. Y siempre, sin excepción, me terminan culpando a mí.
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